Hablar
de Brasilia es hablar de una de las ciudades del mundo con mayor crecimiento
urbano, crecimiento que ha generado la edificación de obras arquitectónicas donde
los ojos del mundo se han posado desde entonces.
Capital
de Brasil, localizada en la parte central del país, evolucionó de tal forma en
materia inmobiliaria que me parece importante dejar en claro que a pesar de que
su edificación surgió con las promesas populistas de Juscelino Kubitschek para
ganar la presidencia de su país en 1956, y a pesar de que su construcción fue
la consecuencia de un alarde presuntuoso por mostrar la capacidad arquitectónica
brasileña, también respondió a una voluntad generalizada por parte de la
ciudadanía, voluntad que se planteó desde la época colonial por trasladar la
capital federal de la costa al interior del país, en aras de poblar un espacio
donde el desarrollo económico, político y social sería más efectivo para la
nación.
Y
detrás de este gran proyecto estuvo una de las duplas más prominentes del
último siglo: Lúcio Costa, arquitecto urbanista responsable del proyecto y
encargado del diseño general de Brasilia, y Oscar Niemeyer, arquitecto a quien
debemos el planeamiento y la creación de los edificios más bellos y funcionales
de este lugar.
Ahora
pensemos en lo que significó para la posteridad, en el ramo arquitectónico, el
logro de este equipo: en tan sólo cinco años ambos colegas lograron edificar de
la nada, en un terreno desértico, inhóspito, con las inclemencias propias que el
territorio amazónico conlleva en sí mismo, una de las ciudades más modernas aún
al día de hoy, a tal punto que después de 50 años de su culminación sigue
posicionada en la élite del mundo cosmopolita. Es decir que tanto Costa como Niemeyer
consiguieron plasmar un sueño que muchos arquitectos deben poseer, pero que muy
pocos pueden jactarse de haber alcanzado, quizá sólo ellos dos: erigir un
complejo que dure y asombre por centurias enteras.
Ahora
situémonos, para tener una idea bastante somera de la magnitud que posee
Brasilia, en el punto más elevado de los dos ejes principales que la cruzan igual
que alas de un avión, desde el que se goza una incomparable vista del centro de
esta urbe. Desde ahí podremos observar la Plaza de los Tres Poderes, el Panteón
de la Patria, el Palacio de Planalto, las cúpulas de la Cámara de los Diputados,
la Catedral Metropolitana, el Templo da Boa Vontade (Templo de la Buena
Voluntad), el Santuario Don Bosco, el Puente JK ―nombrado así en honor a Juscelino
Kubitschek― y muchas otras maravillas de concreto que asombran a todo aquel con
la suficiente suerte de poder contemplarlas.
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