La
historia que gira alrededor la catedral Santa Sofía, ubicada en Turquía, está
llena de hechos ricos en tradiciones. Es un desarrollo propio de un pueblo que
legó parte de su ADN en elementos que trascienden sus monumentos
característicos, por ello, desde el punto de vista arquitectónico, es
importante decir que la catedral representa una de las obras más importantes de
la nación otomana. Incluso me atrevería a decir que es la más importante.
La
catedral fue mandada a construir por el emperador Justiniano, durante el
período artístico conocido como Primera Edad de Oro del arte bizantino, una
época donde la cultura otomana se expandió por varias zonas de Europa y Asia.
Su creación cronológica abarca desde el año 532 al 537 D.C., y según los
historiadores, los arquitectos encargados para su edificación fueron Antemio de
Tralles e Isidoro de Mileto. Entre los múltiples materiales empleados,
sobresalen la piedra y el ladrillo para los muros, los mármoles de colores para
las columnas y las planchas de cobre en el interior.
Sin
duda alguna, la Catedral de Santa Sofía es una obra cumbre de la arquitectura
bizantina y es claro que este monumento, desde el punto de vista arquitectónico,
es un ícono rodeado, a su vez, de grandes obras que nos hablan del pasado
glorioso que vivió esta ciudad milenaria.
Ha
sobrevivido a innumerables años de historia: batallas entre bizantinos y
otomanos, a hordas invasoras y aún sigue expectante, de pie para quienes posan
sus ojos sobre ella, despertando esas sensaciones de asombro que sólo los
monumentos de esta magnitud pueden generar.
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