Este
rascacielos, de 77 pisos y 319.5 metros de altura, es uno de los complejos más famosos
que existen en Nueva York y también es un símbolo inconfundible de una arquitectura
única en una de las metrópolis más distintivas del mundo; me refiero al Chrysler
Building.
Inmortalizada
por sus enormes rascacielos, esta urbe no permite que cualquier edificio se
pose sobre ella así como así, por lo que la historia que ahora nos ocupa comienza
con William H. Reynolds, constructor que poco después de la Primera Guerra Mundial
ideó el emplazamiento de una obra en un terreno baldío en el cruce de la calle 42
y la avenida Lexington.
Fue
así que Reynolds recurrió a William Van Allen, arquitecto oriundo de Brooklyn que
al igual que su homónimo ―o mejor dicho tocayo―
era inexperto en materia de inmuebles de altura, pero que también soñaba con crear
un magno desarrollo que fuera la envidia del mundo entero al ser el más alto que
se hubiera visto hasta entonces en la Gran Manzana.
A
partir de entonces la ciudad de los rascacielos empezó a tomar la forma que
conocemos hoy en día: una capital sorprendentemente mágica y cosmopolita, «the city that never sleep». Pocos años después
construcciones como el Empire State y el mismo edificio Chrysler se convertirían
en los referentes arquitectónicos que intentarían ser replicados por todo Nueva
York hasta nuestro tiempo.
The
Chrysler Building tiene muchos elementos estéticos
dignos de alabar ya que su esencia mezcla los estilos gótico y art déco dando pie a un desarrollo bastante
singular. Apuntaré que su construcción finalizó en 1930 y, con 319.5 metros de altura,
se convirtió en el rascacielos más alto del mundo en aquellos días, título que rápidamente
le fue arrebatado por su presuntuoso vecino el Empire State.
El
Chrysler fue uno de los primeros emplazamientos en utilizar en su exterior, de forma
masiva y en cantidades industriales, el metal como material de ornato, elemento
que hacía referencia a la industria automovilística, símbolo por excelencia de la
era moderna de los Estados Unidos, además de ser un homenaje y una muestra de
agradecimiento ―por no mencionar el nombre que aún conserva― a su principal
patrocinador: Walter Percy Chrysler, dueño de la famosa marca automotriz.
Debido
a lo anterior es que se puede apreciar en la fachada, compuesta de ladrillo blanco
con negro, distintas gárgolas en forma de tapones de radiador, salpicaderas ―conocidas
más comúnmente como guardafangos―, y otros elementos que hacen alusión a los vehículos
más vendidos de aquella época. Por último, vale la pena destacar el interior de
su lobby, el cual permanece abierto al público y donde se pueden apreciar los
magníficos murales de Edward Trumbull, complementando todo un deleite visual en
materia arquitectónica.
Abraham
Cababie Daniel
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